El Cristo de la Cueva
En el primer tercio del siglo XIX en la ciudad de Matanzas, en una palaciega casona de la calle Río, vivían un viudo de cuarenta y ocho años, de muchos bienes, y su hijo de diecisiete años. Este acaudalado señor era conocido por el nombre de Don Pedro; el apellido no ha llegado hasta nosotros, ha quedado perdido en la poética bruma de la leyenda.
Don Pedro era lo que se ha dado en llamar, un hombre de cáscara amarga y corazón de oro. Recto, cumplidor de sus deberes, irascible, impaciente, bondadoso, de mano abierta para el pobre, cristiano de Misa diaria y comunión semanal.
En la rica casona de Don Pedro, los esclavos eran considerados como amigos servidores. Y uno de ellos, Goyo, se había convertido en la mano derecha de Don Pedro.
Goyo, esclavo cincuentón, era como su amo, viudo y con una hija de catorce años, Isabel: cuerpo de mujer escultural, cara de niña traviesa y ojos donde la alegría ponía a diario su luz cascabelera.
Don Pedro había visto crecer en su casa a Isabel. Y cuando por la mañana ésta le servia el desayuno en la alcoba, siempre conversaba con ella en tono paternal. La joven esclava Isabel, era favorita de su amor.
Pero Don Pedro guardaba en su pecho una enorme tristeza: su carácter irascible. Y un amor gigantesco: su hijo Fernando, quién ahora estaba lejos, estudiaba en La Habana.
Lo único que alteraba la cordial placidez de la casona de Don Pedro, era la irascibilidad del amo. Don Pedro explotaba como volcán poderoso ante cualquier contrariedad y los esclavos, en esos momentos , temblaban y se ocultaban temerosos de las explosiones del amo bueno.
En unas vacaciones estudiantiles vino a Matanzas el hijo de Don Pedro.
El niño Frenando se convirtió en la calle del Río en lo que nunca había dejado de ser para su padre: en el centro de la vida.
Y la alegría de la esclava mimada, la alegría de Isabel, apuntó convertida en admiración, hacía el niño Fernando.
Y el diario llevar al niño Fernando el desayuno a la cama... Y la negra belleza de Isabel...Y los diecisiete años de Fernando y los catorce de Isabel...Isabel se enamoró del imposible que era el niño Fernando, y un día le entregó su cuerpo, y con el cuerpo, el alma...
Y cuando el niño Fernando regresó a La Habana para continuar sus estudios, Isabel quedaba con la siembra de un hijo, un hijo de Fernando.
Pasaron los meses y la alegría de Isabel en escondido llanto. La maternidad se había hecho ostensible.
Y los catorce años de Isabel ocultaron su maternidad, diciendo que estaba enferma, que sentía el vientre lleno de agua. Y nadie en la casa adivinó el secreto.
Don Pedro prometió llamar a un médico para que curara a Isabel de su hidropesía. Pero Isabel consiguió aplazar esa visita médica.
Y se cumplieron los nueve meses de embarazo. Y el hijo de Fernando clamó, desde la carne de Isabel, su derecho de llegar a la vida, de nacer...Isabel huyó de la casa de Don Pedro... En el Abra del río Yumurí , en la llamada Cueva del Indio, encontró Isabel provisional refugio.
Caía la tarde. La cueva se iba llenando de sombras cuando Isabel sintió los dolores de parto. Un miedo enorme tatuó el corazón...De rodillas se apretó contra la pared del fondo del primer salón de la cueva. Así, hecha un ovillo de dolor y miedo, Isabel pidió ayuda al Señor...
Y la petición de ayuda fue escuchada. Allí, sobre la cabeza de Isabel, apareció una negra cruz incrustada en la rocosa pared y en la cruz, clavado, Jesucristo.
Isabel sintió la presencia de Cristo. Alzó sus dolientes ojos a él y reiteró su petición de ayuda.
Y el Cristo, desclavando sus manos, las extendió protectoras sobre Isabel, y con viril y amorosa voz dijo:
No tengas miedo...Tu hijo nacerá dentro de un momento...No temas...Yo estoy aquí...
Isabel sintió que una dulce paz la abrazaba...Y fue madre...
El Cristo, de blancura deslumbrante, sobre la negra cruz incrustada en la roca, desapareció.
Don Pedro estaba furioso. Isabel, su esclava favorita había huido de la casa.
Después de muchas horas, al fin se pudo saber que Isabel estaba escondida en la Cueva del Indio, en el Abra del río Yumurí.
Don Pedro había mandado a ensillar su caballo, él mismo iría a buscar a la fugitiva.
Don Pedro llegó, látigo en mano y comenzó a subir hacia la Cueva del Indio...
Isabel quedó sorprendida al ver llegar a Don Pedro. Miedosa, se arrinconó contra la pared donde había visto al Cristo. Y con voz llorosa gritó:
Amo, perdón...Amo, perdón. Perdón...
Don Pedro, cegado de ira, avanzaba hacia Isabel, con el látigo pronto a caer sobre la esclava.
De repente, Don Pedro vio allí, sobre Isabel caída de rodillas, una cruz negra incrustada en la piedra y en la cruz, clavado, a Jesucristo.
El látigo de Don Pedro cayó al suelo... Su corazón se hizo temblor de esperanza, miedo y amor... Se dejó caer de rodillas...
Y el Cristo desclavó sus manos y las extendió sobre Isabel. Y mirando a Don Pedro, con voz dulcemente viril, majestuosa, dijo:
Esa mujer te ha dado un nieto. Tienes que proteger a la madre de tu nieto... Obligado quedas a velar por la mujer y el niño...
El Cristo desapareció.
Isabel volvió a la casona de la calle del Río, montada a la grupa del caballo del amo.
Don Pedro guiaba al animal maquinalmente. No se daba cuenta del escándalo que a su paso iba haciendo por las calles de Matanzas...El acaudalado señor Don Pedro llevaba en su propio caballo a una esclava que cargaba en su brazo derecho a un niñito negro...
Don Pedro, al llegar, había ordenado a Goyo que cuidara a Isabel y al niño...
Ahora Don Pedro se detuvo frente al crucifijo de marfil, que delante de su cama, ocupaba sitio de honor. Mirando al marfileño Cristo dijo en voz baja:
Señor, voy a darles la libertad a mis esclavos Goyo e Isabel...Ella necesita de su padre y yo lo pierdo... Voy a mandarlos a una de mis fincas.