Página - Las llagas de Cristo en San Francisco
   
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Las llagas de Cristo en San Francisco de Asis



DIRECTORIO FRANCISCANO
Consideraciones sobre las Llagas
 
CONSIDERACIÓN V
Apariciones a santas personas relativas a las sagradas llagas (1)
La quinta y última consideración trata de ciertas apariciones, revelaciones y milagros obrados por Dios después de la muerte de San Francisco en confirmación de sus sagradas santas llagas y para conocimiento del día y hora en que Cristo se las imprimió. Por lo que a esto toca, es de saber que el año del Señor 1282, el día 3 de octubre (2), el hermano Felipe, ministro de Toscana, por orden del hermano Bonagracia, ministro general (3), requirió, por santa obediencia, al hermano Mateo de Castiglione Aretino, hombre de gran devoción y santidad, que declarase lo que supiese acerca del día y la hora en que Cristo imprimió las sagradas llagas en el cuerpo de San Francisco, por tener entendido que acerca de esto había recibido una revelación. Obligado éste por santa obediencia, dijo:
«Perteneciendo yo a la comunidad del monte Alverna, el año pasado, el mes de mayo, me puse un día en oración en la celda en que se cree tuvo lugar la aparición seráfica, y pedía devotísimamente al Señor que se dignase revelar a alguna persona el día, hora y lugar en que las sagradas santas llagas fueron impresas en el cuerpo de San Francisco. Y, continuando en estas súplicas más de lo que dura el primer sueño, se me apareció San Francisco con grandísimo resplandor y me dijo:
-- Hijo, ¿qué es lo que pides a Dios?
Le dije:
-- Padre, te pido tal cosa.
Él me respondió:
-- Soy tu padre Francisco. ¿Me conoces bien?
-- Sí, Padre -contesté.
Y entonces me mostró las llagas de las manos, pies y costado, diciendo:
-- Ha llegado el tiempo en que Dios quiere que se manifieste, para gloria suya, lo que los hermanos no se cuidaron de saber en el pasado. Sábete, pues, que el que se me apareció no fue un ángel, sino el mismo Jesucristo en forma de serafín y que con sus propias manos imprimió en mi cuerpo estas cinco llagas, como él las había recibido en el suyo en la cruz. Sucedió de esta manera: la víspera de la Exaltación de la Santa Cruz vino a decirme un ángel, de parte de Dios, que me preparase para soportar con paciencia y recibir lo que Dios quisiere mandarme. Contesté que me hallaba dispuesto a recibir cuanto fuese de su agrado. La mañana siguiente, o sea, la de la Santa Cruz, que aquel año era viernes, salí de la celda de madrugada con grandísimo fervor de espíritu y fui a ponerme en oración en ese lugar que ocupas, donde muchas veces yo solía orar. Mientras oraba, bajó por el aire desde el cielo, con gran ímpetu, un joven crucificado en forma de serafín con seis alas; ante su maravilloso aspecto, caí de rodillas humildemente y comencé a contemplar devotamente el amor sin medida de Cristo crucificado y el desmesurado dolor de su pasión. Aquella visión engendró en mí tanta compasión, que me parecía sentir en mi propio cuerpo la pasión; y, a su presencia, todo este monte resplandecía como un sol. Así, descendiendo, se acercó, y, estando ante mí, me dijo ciertas palabras secretas que aún no he revelado a nadie; pero ya se acerca el tiempo en que se revelarán (4). Después de algún tiempo, Cristo partió y retornó al cielo, y yo me hallé marcado con estas llagas. Vete, pues -dijo San Francisco-, y manifiesta estas cosas al ministro con toda seguridad, porque ésta fue obra de Dios y no de los hombres.
Y dichas que fueron estas palabras, San Francisco me bendijo y retornó al cielo con multitud de jóvenes esplendidísimos».
El dicho hermano Mateo dijo que todas estas cosas las había visto y oído estando en vela y no dormido. Y así lo juró al mencionado ministro en su celda de Florencia cuando se lo requirió en virtud de santa obediencia.
En alabanza de Cristo Jesús y del poverello Francisco. Amén.
Otra vez, repasando un hermano devoto y santo la leyenda de San Francisco en el capítulo de las sagradas santas llagas (5), comenzó a pensar con gran ansiedad de espíritu qué palabras pudieron ser aquéllas tan secretas dichas por el serafín en el momento de su aparición, de las que San Francisco dijo que no las revelaría mientras viviese. Y decía este hermano para sí: «Estas palabras no las quiso decir San Francisco a nadie mientras vivió; pero ahora, después de su muerte corporal, acaso las diría si devotamente se le pidiese».
Y desde entonces comenzó el devoto hermano a rogar a Dios y a San Francisco que tuvieran a bien manifestar aquellas palabras; perseverando en estas súplicas durante ocho años, mereció ser escuchado en el octavo de la siguiente manera:
Un día, después de comer y de dar gracias en la iglesia, estando en oración en un rincón de ella y rogando a Dios y a San Francisco más devotamente de lo que solía y con muchas lágrimas, fue llamado por otro hermano, y de parte del guardián recibió la orden de que lo acompañase por aquellas tierras, pues la utilidad del lugar lo requería. No dudando de que la obediencia es más meritoria que la oración, en cuanto oyó el mandato del prelado, abandonó inmediatamente la oración y humildemente se fue con el hermano que le había llamado. Agradó a Dios este gesto, y el hermano mereció por este acto de pronta obediencia lo que no había merecido por largo tiempo de oración. Y así, cuando hubieron cruzado la puerta del lugar, dieron con dos hermanos forasteros que, al parecer, venían de lejano país; uno de ellos parecía joven, y el otro, anciano y delgado; por causa del mal tiempo hallábanse mojados y llenos de barro. Movido a compasión, dijo el hermano obediente a su compañero:
-- ¡Hermano mío carísimo! Si fuera posible aplazar un poquito nuestra salida... Estos hermanos forasteros tienen necesidad de ser acogidos caritativamente. Te ruego me permitas que, antes de nada, vaya a lavar sus pies, especialmente los de este hermano anciano, que tiene más necesidad; vos podéis lavárselos a ese otro más joven. Luego saldremos por el asunto del convento.
Condescendiente su compañero con la caridad de aquél, volvieron adentro, recibieron con mucha caridad a los forasteros y los llevaron a la cocina para que se secasen y calentasen junto a la lumbre, donde también estaban calentándose otros ocho hermanos. Poco después los llevaron aparte para lavarles los pies, como habían convenido. Lavó el hermano devoto y obediente los pies del anciano. Al quitarle el mucho lodo que los cubría, vio en ellos las llagas; de repente, abrazándose a los pies, lleno de alegría y asombro, exclamó: «O eres Cristo o San Francisco». A estas palabras se levantaron los ocho hermanos que se hallaban junto a la lumbre y acudieron, con mucho temor y reverencia, para ver aquellas llagas gloriosas. El hermano anciano, atendiendo a los ruegos, las dejó ver claramente, tocarlas y besarlas. Y, estando ellos admirados y gozosos, les dijo:
-- No dudéis ni temáis, hermanos míos carísimos e hijos míos. Yo soy vuestro padre el hermano Francisco, que por voluntad de Dios fundé tres Ordenes. Ocho años hace que este hermano que me lava los pies me está rogando -hoy lo ha hecho con más fervor que nunca- que le revele las palabras secretas que me dijo el serafín cuando me imprimió las llagas, y que yo nunca quise manifestar en mi vida. Hoy, por su perseverancia y por la pronta obediencia con que dejó la dulzura de la contemplación, vengo, por mandato de Dios, a revelárselas delante de vosotros.
Y, volviéndose entonces hacia aquel hermano, le dijo así:
-- Has de saber, hermano carísimo, que, cuando yo sobre el monte Alverna estaba todo absorto en la memoria de la pasión de Cristo, durante la aparición seráfica fui por él llagado de esta forma en mi cuerpo. Entonces me dijo: «¿Sabes tú lo que te he hecho? Te he dado las señales de mi pasión para que seas mi portaestandarte. Y como yo el día de mi muerte bajé al limbo y, en virtud de estas mis llagas, libré todas las almas que en él estaban llevándolas al paraíso, así te concedo desde ahora, para que me seas semejante en la muerte como lo has sido en vida, que, cuando hayas abandonado este mundo, todos los años, en el aniversario de tu muerte, vayas al purgatorio y, en virtud de las llagas que te he impreso, saques de allí las almas de tus tres Ordenes de menores, monjas y continentes, y aun las de tus devotos que allí encuentres, y las conduzcas al paraíso». Estas palabras no las revelé nunca mientras vivía en el mundo.
Dicho esto, San Francisco y su compañero desaparecieron repentinamente.
Después, muchos otros hermanos lo oyeron de labios de aquellos ocho que se hallaron presentes a la aparición y a las palabras de San Francisco.
En alabanza de Jesucristo y del poverello Francisco. Amén.
Una vez, estando en oración en el monte Alverna el hermano Juan del Alverna (6), varón de gran santidad, se le apareció San Francisco, se detuvo y habló con él largo rato, y, cuando quiso partir, le dijo:
-- Pídeme lo que quieras (7).
Dijo el hermano Juan:
-- Padre, yo te ruego que me digas una cosa que deseo saber desde hace mucho tiempo; dime qué hacías y dónde estabas cuando se te apareció el serafín.
Contestó:
-- Oraba donde ahora está la capilla del conde Simón de Battifolle (8) y pedía dos gracias a nuestro Señor Jesucristo. La primera, que me concediese en vida sentir en el cuerpo y en el alma, en cuanto fuese posible, todo aquel dolor que Él había sentido durante su acerbísima pasión. La segunda, sentir yo en mi corazón aquel excesivo amor que abrasó el suyo en deseos de padecer tanto por nosotros pecadores. Y entonces me infundió Dios la persuasión de que me sería concedido lo uno y lo otro en cuanto es posible a una pura criatura. Y bien me lo cumplió con la impresión de las llagas.
Preguntóle si las palabras secretas que le había dicho el serafín eran como las refería aquel devoto hermano antes mencionado, que decía habérselas oído a San Francisco en presencia de ocho hermanos. Y el Santo contestó que, efectivamente, era verdad lo que aquel hermano decía. Tomando aún el hermano Juan una mayor confianza en vista de la que el Santo se complacía en darle, le dijo:
-- Padre, te ruego con el mayor encarecimiento que me dejes ver y besar tus gloriosas llagas; no porque tenga la menor duda, sino únicamente para mi consuelo, porque siempre lo he estado deseando.
Entonces, San Francisco se las mostró y presentó liberalmente, y el hermano Juan las vio con toda claridad, las tocó y las besó. Por último, le dijo:
-- Padre, ¡cuánto consuelo sentiría vuestra alma viendo venir hacia vos a Cristo bendito y daros las señales de su santísima pasión! Pluguiese a Dios que sintiera yo algo de aquella suavidad.
Dijo San Francisco:
-- ¿Ves estos clavos?
Contestó el hermano Juan:
-- Sí, Padre.
-- Pues toca otra vez -añadió el Santo- este clavo de mi mano.
El hermano Juan lo tocó con gran reverencia y mucho temor, y repentinamente salió de él, como hilillo de humo de incienso, un olor tan intenso, que, penetrando al hermano Juan, le llenó alma y cuerpo de tanta suavidad, que al punto quedó en éxtasis arrebatado en Dios e insensible. Estuvo así desde aquel momento, hora de tercia, hasta las vísperas. Esta visión y conversación familiar con San Francisco nunca la manifestó el hermano Juan sino a su confesor; pero próximo a la muerte la reveló a los demás hermanos.
En alabanza de Jesucristo y del poverello Francisco. Amén.
En la provincia de Roma, un hermano muy devoto y santo tuvo esta admirable visión: como una noche muriese un hermano, compañero suyo queridísimo, y la mañana siguiente fuera enterrado junto a la entrada del capítulo, el hermano de la visión se recogió ese mismo día, después del desayuno, en un rincón del capítulo para pedir devotamente a Dios y a San Francisco por el alma del hermano, compañero suyo ya difunto. Perseverando con ruegos y lágrimas en la oración, al mediodía, cuando los hermanos se habían retirado a dormir, sintió un gran ruido en el claustro. Inmediatamente miró con mucho miedo hacia la sepultura de su compañero, y a la entrada del capítulo vio a San Francisco, y, tras él, una gran multitud de hermanos que rodeaban la tumba. Miró más lejos, y en medio del claustro vio fuego y llamas grandísimas, y en medio de ellas apareció el alma de su compañero difunto. Mirando a los lados, vio a Jesucristo, que, con muchos ángeles y santos, se paseaba alrededor del claustro. Observando muy maravillado estas cosas, vio también que, cuando Cristo pasaba junto al capítulo, San Francisco se arrodillaba con todos aquellos hermanos y decía:
-- Te ruego, amadísimo Padre mío y Señor, por la caridad sin estimación posible que demostraste al género humano en la encarnación, que tengas misericordia de aquel hermano mío que arde en fuego.
Pero Cristo, sin contestar, pasó adelante.
Al volver Cristo por segunda vez delante de la sala del capítulo, San Francisco se arrodilló de nuevo con sus hermanos, diciendo:
-- Te suplico, piadoso Padre y Señor mío, que, por la excesiva caridad que mostraste al género humano muriendo en la cruz, tengas misericordia de aquel hermano mío.
Y Cristo siguió, del mismo modo, sin prestarle atención. Y, dando Cristo la vuelta en torno al claustro, al pasar por tercera vez delante del capítulo, San Francisco se arrodilló como las otras veces, le mostró sus manos, pies y costado y le dijo:
-- Te suplico, piadoso Padre y Señor mío, por el gran dolor y consuelo que sentí cuando imprimiste en mi carne estas llagas, tengas misericordia del alma de mi hermano que se halla en ese fuego del purgatorio.
¡Cosa maravillosa! Al rogarle esta tercera vez San Francisco por sus llagas, inmediatamente detuvo Cristo sus pasos, las miró y, accediendo a la súplica, dijo:
-- A ti, hermano Francisco, te concedo el alma de tu hermano.
Indudablemente, quiso con esto honrar y confirmar las gloriosas llagas de San Francisco, significando claramente que las almas de sus hermanos con ningún medio son tan fácilmente salvadas del purgatorio y llevadas al cielo como en virtud de las llagas, conforme a lo que dijo el mismo Cristo a San Francisco al imprimírselas. Por esto, en cuanto hubo dicho aquellas palabras, desapareció el fuego del claustro y el hermano difunto se acercó a San Francisco, y con él y en compañía de Cristo y de toda la cohorte de bienaventurados partió gloriosamente al cielo. Viéndole libre de sus penas y llevado al cielo, sintió el hermano que rogaba por su compañero difunto grandísima alegría. Después refirió por orden dicha visión a los otros hermanos, y todos alabaron y dieron gracias a Dios.
En alabanza de Jesucristo y del poverello Francisco. Amén.
Un noble caballero de Massa de San Pedro (9) llamado messer Landolfo, devotísimo de San Francisco, de cuyas manos recibió el hábito de la Tercera Orden, fue certificado de la muerte de San Francisco y de sus gloriosos estigmas de este modo:
Estando San Francisco cercano a la muerte, el demonio entró en el cuerpo de una mujer de dicho castillo y la atormentaba cruelmente. La hacía hablar tan docta y sutilmente, que cuantos hombres sabios y letrados acudían a disputar con ella quedaban derrotados. Sucedió que salió el demonio, dejándola libre durante dos días; pero al tercero, retornando a ella, la volvió a atormentar más cruelmente que antes. Oyendo contar esto, fuese a verla messer Landolfo y preguntó al demonio, que se hallaba en ella, por qué razón había partido, dejándola durante dos días, y por qué, volviendo después, la atormentaba más cruelmente. Contestó el demonio:
-- La dejé porque me reuní con mis compañeros de estas tierras y acudimos con mucha fuerza a la muerte del mendigo Francisco para tentarle y arrebatar su alma. Pero la tenía rodeada y defendida por un número de ángeles mayor que el nuestro y la llevaron al cielo derechamente; nosotros nos retiramos confundidos (10). Por ello tomo ahora venganza y hago pagar a esta miserable el descanso que tuvo aquellos dos días.
En vista de lo cual, el dicho caballero messer Landolfo lo conjuró, de parte de Dios, que dijese la verdad acerca de la santidad de San Francisco, que, según decía, había muerto, y de Santa Clara, que estaba viva.
Contestó el demonio:
-- Quiéralo o no, te he de decir la verdad. Estaba tan irritado el Padre Eterno por los pecados del mundo, que parecía dispuesto a dar en breve tiempo la sentencia definitiva del exterminio de los hombres y de las mujeres si no se enmendaban. Pero Cristo, su Hijo, intercediendo por los pecadores, prometió renovar en el pobre y mendigo Francisco su vida y pasión y que por su ejemplo y doctrina llevaría a muchos y en todas partes al camino de la verdad y a la penitencia. Y para mostrar al mundo que había cumplido en San Francisco lo prometido, ha querido que las llagas de su pasión, que le había impreso en vida, fuesen ahora en su muerte vistas y tocadas de muchos. De la misma manera, la Madre de Cristo prometió renovar su humildad y pureza virginal en una mujer, en la hermana Clara, de suerte que con su ejemplo arrebatase de nuestro poder muchos millares de mujeres. Y, aplacado Dios Padre con estas promesas, aplazó la sentencia definitiva.
Deseando el caballero Landolfo asegurarse de si el demonio, que es mansión y padre de la mentira, decía la verdad en todo esto, y en especial acerca de la muerte de San Francisco, envió a Asís a un sirviente fiel para que se informase en Santa María de los Ángeles de si San Francisco vivía o había muerto. En llegando el referido siervo, encontró ser cierto lo declarado por el demonio, y, volviéndose, refirió a su señor que el día y la hora que el demonio afirmaba había acaecido el tránsito de San Francisco de esta vida a la otra.
Dejando de lado todos los milagros de las sagradas santas llagas de San Francisco, los cuales constan en su leyenda (11), para conclusión de esta quinta consideración es de saber cómo el papa Gregorio IX, que tenía alguna duda acerca de la llaga del costado de San Francisco -según él mismo contó-, tuvo una noche una aparición de San Francisco; levantando éste su brazo derecho, descubrió la herida del costado y le pidió una redoma. El papa la hizo traer; mandándole San Francisco ponérsela debajo de la herida del costado, parecíale al papa que se llenaba totalmente con el agua y sangre que brotaban de dicha herida (12). Y desde entonces no dudó más.
Más tarde, con el consejo de todos los cardenales, aprobó las sagradas santas llagas de San Francisco, y sobre ello dio a los hermanos privilegio especial con bula que pendía; esto tuvo lugar en Viterbo el año undécimo de su pontificado (13). El mismo papa les dio un más copioso privilegio el año siguiente (14).
También los papas Nicolás III y Alejandro (15) dieron amplios privilegios, en virtud de los cuales se podía proceder contra el que negase las llagas de San Francisco como contra quien incurre en herejía.
Baste ya cuanto hemos dicho con respecto a la quinta y última consideración de las gloriosas llagas del padre San Francisco; que Dios nos conceda la gracia de imitar de tal manera su vida en este mundo, que, por virtud de sus gloriosas llagas, merezcamos ser salvos, juntamente con él, en la gloria del paraíso.
En alabanza de Jesucristo y del poverello Francisco. Amén.
1) Los años inmediatamente posteriores a la muerte de San Francisco, e incluso más tarde, se puso en duda muy encendidamente la autenticidad de las llagas. El conjunto de apariciones, revelaciones y milagros tienen la finalidad de responder a los detractores.
2) Este día no es mencionado en los manuscritos de las Consideraciones; lo señalan otras fuentes.
3) Esta orden del ministro general Bonagrazia, elegido en 1279, es consignada en la Crónica de los XXIV Generales (AF 3 p. 374); fue dictada en el capítulo general celebrado en Estrasburgo en 1282.
4) Véase más adelante en esta misma consideración.
5) LM 13,4.
6) Sobre el bienaventurado Juan del Alverna cf. Florecillas caps. 49-53.
7) En la Vida del hermano Juan del Alverna, incluida en la Crónica de los XXIV Generales, se encuentra este mismo diálogo entre San Francisco y el hermano Juan en forma mucho más escueta (AF 3 p. 446).
La capilla de las Llagas, que el conde Simón de Battifolle hizo construir a partir del jueves siguiente a la fiesta de la Asunción, esto es, del 20 de agosto de 1263, sobre el lugar de la aparición del serafín, como indica una inscripción que hoy todavía se puede leer.
9) Cerca de Gubbio.
10) Es sabido que el debate en torno al alma que abandona la tierra es tema muy frecuente en la literatura y en el arte de la Edad Media.
11) La Leyenda mayor, de San Buenaventura.
12) Cf. LM mil 1,2.
13) Esta bula lleva la fecha del 5 de abril de 1237: Confessor Domini.
14) Esta bula no es conocida.
15) Se trata de Alejandro IV.

   
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