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Historia de San Francisco de Asis


Cuando rondaba los veinte años, Francisco salió con sus paisanos a pelear contra los habitantes de Perusa, en uno de tantos combates tan frecuentes entre ciudades rivales de aquel tiempo. En esa ocasión En esa ocasión fueron derrotados los soldados de Asís, y Francisco, que se contaba entre los que fueron capturados, estuvo en cautividad en Perusa por más de un año. Una fiebre que lo afectó en ese lugar parece que lo hizo orientar sus pensamientos hacia las cosas eternas. Durante la larga enfermedad, por lo menos el vacío de la vida que había llevado hasta entonces se le hizo patente. A pesar de ello, en cuanto sanó, se despertó su sed de gloria y su fantasía volvió a vagar en busca de nuevas victorias. Al fin, decidió abrazar la carrera militar y todo parecía favorecer tales aspiraciones. Un caballero de Asís, Walter de Brienne, quien había tomado las armas contra el emperador en los Estados napolitanos, estaba por alistarse en "la cuenta noble" y Francisco hizo todos los arreglos para unirse a él. Los biógrafos nos dicen que la noche anterior a partir Francisco tuvo un extraño sueño en el que él veía un gran salón lleno de armaduras marcadas que tenían la insignia de la Cruz. "Estas"- dijo una voz- "son para ti y tus jóvenes soldados". "Ahora sé que seré un gran príncipe" exclamó exaltado Francisco, mientras se ponía en camino hacia Apulia. Pero una segunda enfermedad detuvo su camino en Espoleto. Se narra que fue ahí donde Francisco tuvo otro sueño en el que se le ordenó volver a Asís, cosa que cumplió inmediatamente. Era el año 1205.

A pesar de que Francisco aún se unía a veces a las ruidosas fiestas de sus antiguos camaradas, la diferencia de su actitud claramente mostraba que su corazón ya no estaba del todo con ellos. Una especie de añoranza acerca de la vida del espíritu lo tenía poseído. Los compañeros hacían burla de él por andar en las nubes y le preguntaban si andaba pensando en casarse. "Sí"- les respondía- "estoy por tomar una esposa de insuperable hermosura". Ella era nada menos que la Dama Pobreza, a quien tanto Dante como Giotto han unido inseparablemente a su nombre, y a quien él ya había comenzado a amar. Luego de un corto período de incertidumbre empezó a buscar una respuesta a su llamado en la oración y la soledad. Ya había dejado de lado totalmente su ropa llamativa y sus despilfarros. Cierto día, mientras cruzaba las planicies de Umbría en su caballo, Francisco llegó inesperadamente cerca de un pobre leproso. La súbita aparición de tan repulsiva visión lo llenó de náusea e instintivamente dio marcha atrás, pero habiendo controlado su rechazo natural, desmontó, abrazó al pobre hombre y le dio todo el dinero que traía. Por ese tiempo, Francisco realizó una peregrinación a Roma. La vista de las pobres limosnas que se depositaban en la tumba de San Pedro lo mortificó tanto que ahí mismo vació toda su bolsa. Y enseguida, como para poner a prueba su carácter quisquilloso, intercambió sus ropas con un andrajoso mendigo y durante el resto del día guardó ayuno entre la horda de limosneros a un lado de la puerta de la basílica.

Poco después de su regreso a Asís, al estar en oración ante un antiguo crucifijo en la olvidada capilla de San Anselmo, camino abajo desde el poblado, escuchó una voz que le decía: "Ve, Francisco, y repara mi casa que, como puedes ver, está en ruinas". Él entendió la llamada literalmente, como si se refirieran a la ruinosa iglesia en la que estaba arrodillado. Fue al taller de su padre, tomó un montón de telas de colores, montó su caballo y se dirigió apresurado a Foligno, por entonces una plaza mercantil de cierta importancia, donde vendió tanto las telas como el caballo para obtener el dinero necesario para restaurar San Damián. Sin embargo, cuando el pobre sacerdote que celebraba ahí se rehusó a recibir un dinero adquirido de tal modo, Francisco se lo arrojó en forma desdeñosa. El viejo Bernardone, un hombre muy tacaño, se puso inmensamente furioso por la conducta de su hijo y Francisco, para evitar la ira de su padre, se escondió en una cueva cercana a San Damián durante todo un mes. Cuando salió de su escondite y volvió al pueblo, mugriento y enflaquecido por el hambre, una turba escandalosa lo seguía, arrojándole lodo y piedras y burlándose de él como de un loco. Finalmente su padre lo arrastró a casa, lo golpeó, lo ató y lo encerró en una alacena obscura.


Liberado por su madre durante una ausencia de Benardone, Francisco volvió inmediatamente a San Damián, donde buscó asilo con el sacerdote. Pronto fue citado por su padre ante el consejo de la ciudad. El padre, no contento con haber recuperado el oro desparramado en el piso de San Damián, buscaba obligar a su hijo a renunciar a su herencia. Francisco aceptó à9sto de muy buen grado, pero declaró que, dado que él se había puesto al servicio de Dios, ya no estaba bajo la jurisdicción civil. Llevado a la presencia del arzobispo, Francisco se quitó incluso la ropa que traía puesta, y entregándola a su padre, dijo: "Hasta hoy te he llamado padre en la tierra. De ahora en adelante yo sólo deseo decir "Padre Nuestro que estás en los cielos". Como canta Dante, "ahí y entonces" se celebraron las nupcias de Francisco con su amada esposa, la Dama Pobreza, bajo cuyo nombre, y en el lenguaje místico que después le fue tan familiar, él comprendía el abandono total de los bienes terrenales, honores y privilegios. Y entonces Francisco se puso en camino a las colinas en la parte posterior de Asís, improvisando himnos al caminar. "Soy el heraldo del Gran Rey", declaró como respuesta a unos bandidos que enseguida procedieron a despojarlo de lo que tenía y lo arrojaron despectivamente en la nieve. Desnudo y a medio congelar, Francisco se arrastró a un monasterio cercano en el que por un tiempo trabajó como galopín. En Gubbio, a donde viajó después, Francisco obtuvo como limosna de un amigo una túnica, un ceñidor y un bastón de peregrino. Vuelto a Asís, iba y venía por la ciudad pidiendo piedras para la restauración de San Damián. Llevaba éstas a la vieja capilla, las colocaba personalmente en su lugar y finalmente la reconstruyó. Del mismo modo Francisco restauró otras dos capillas abandonadas, San Pedro, a cierta distancia de la ciudad, y Santa María de los Ángeles, en la planicie camino abajo, en un punto llamado la Porciúncula. Mientras tanto, redoblaba su celo en trabajos de caridad, muy especialmente cuidando a los leprosos.

Cierta mañana de 1208, probablemente el 24 de febrero, Francisco participaba en misa en la capilla de Santa María de los Ángeles, cerca de la que él se había construido una choza. El evangelio del día hablaba de cómo los discípulos de Cristo no deben poseer ni oro ni plata, ni viáticos para el viaje, ni dos túnicas, ni calzado, ni bastón, y que deberían exhortar a los pecadores al arrepentimiento y la penitencia, y anunciar el Reino de Dios. Francisco tomó esas palabras como si fueran dirigidas directamente a él, de tal modo que en cuanto terminó la misa abandonó lo poco que le quedaba de bienes temporales: sus zapatos, la túnica, el cayado de peregrino y su bolsa vacía. Por fin había encontrado su vocación. Habiendo obtenido una áspera túnica de lana, de "color de bestia", la ropa usada por los más pobres campesinos de Umbría, y atándose una cuerda anudada a la cintura, Francisco se puso inmediatamente en camino, exhortando a la gente del campo a la penitencia, al amor fraterno y la paz. La gente de Asís había ya cesado de mofarse de Francisco; ahora se detenían asombrados. Su ejemplo incluso atrajo a otros. Bernardo de Quintavalle, un magnate de la localidad, fue el primero que se unió a Francisco. Pronto fue seguido por Pedro Cataneo, un renombrado canónigo de la catedral. Con verdadero espíritu de entusiasmo religioso Francisco reparó la iglesia de San Nicolás y buscó allí descubrir la voluntad de Dios acerca de ellos abriendo tres veces al azar el libro de los evangelios sobre el altar. Cada vez aparecieron pasajes en los que Cristo les decía a sus discípulos que debían dejar todo y seguirlo. "Esta será nuestra regla de vida", exclamó Francisco, y condujo a sus compañeros a la plaza pública, donde ellos entregaron todas sus pertenencias a los pobres. Luego consiguieron hábitos ásperos como el de Francisco, y se construyeron pequeñas chozas cercanas a la de él en la Porciúncula. Pocos días después, Giles, quien posteriormente se habría de convertir en el gran contemplativo y pronunciador de "buenas palabras", fue el tercer seguidor de Francisco. La pequeña banda se dividió y marchó, de dos en dos, causando tal impresión por sus palabras y conducta que antes que pasara mucho tiempo varios otros discípulos se agruparon en torno a Francisco, ansiosos de participar en su pobreza. Entre ellos estaba Sabatino, "vir bonus et justus", Moricus, quien había pertenecido a los crucígeros, Juan de Capella, quien posteriormente abandonó, Felipe, el "Largo", y cuatro más de quienes sólo sabemos los nombres. Cuando el número de sus compañeros había crecido hasta once, Francisco consideró conveniente escribir una regla para ellos. Esa primera regla, como se le conoce, de los frailes menores no nos ha llegado en su forma original. Parece que era muy breve y simple, una mera adaptación de los preceptos evangélicos que previamente Francisco había seleccionado para la guía de sus primeros compañeros, y que él deseaba practicar perfectamente. Una vez redactada la regla, los Penitentes de Asís, como se llamaban a si mismos Francisco y sus seguidores, marcharon a Roma a buscar la aprobación de la Santa Sede, aunque en ese entonces no era obligatoria aún esa aprobación. Hay varias versiones acerca de la recepción que Inocencio III dio a Francisco. Lo que se cuenta es que Guido, obispo de Asís, quien estaba en Roma por entonces, recomendó a Francisco con el cardenal Juan de San Pablo y que, a instancias de este último, el Papa llamó al santo, cuyas primeras exposiciones, según parece, había rechazado con cierta grosería. Más aún, en vez de las siniestras predicciones de otros en el colegio cardenalicio, quienes veían el modo de vida propuesto por Francisco como inseguro e impracticable, Inocencio, movido, según cuentan, por un sueño que tuvo en el que vio al Pobre de Asís sosteniendo una tambaleante basílica de Letrán, dio una autorización verbal a la regla presentada por Francisco y concedió al santo y a sus compañeros salir a predicar el arrepentimiento en todas partes. Antes de partir de Roma todos ellos recibieron la tonsura eclesiástica, y Francisco fue ordenado diácono posteriormente.
Luego de su retorno a Asís, los Frailes Menores, que así había llamado Francisco a sus hermanos- por los minores, o clases inferiores, como algunos piensan, o en referencia al Evangelio (Mateo 25, 40-45), como otros creen, y para perpetuo recuerdo de su humildad- encontraron cobijo en una choza abandonada en Rivo Torto, en la planicie colina abajo desde la ciudad. Pero fueron forzados a abandonar ese aposento por un rudo campesino que les echó encima su mula. Alrededor del año 1211 obtuvieron una base permanente cerca de Asís, gracias a la generosidad de los benedictinos de Monte Subasio, quienes les dieron la pequeña capilla de Santa María de los Ángeles en la Porciúncula. El convento franciscano se formó en cuanto se levantaron unas cuantas chozas pequeñas de paja y lodo, cercadas por una valla, a un costado del humilde santuario que ya desde antes era el preferido de Francisco. De este establecimiento, que se convirtió en la cuna de la Orden Franciscana (Caput et Mater Ordinis) y el punto central de la vida de San Francisco, los frailes menores salían de dos en dos exhortando a la gente de los alrededores. Igual que niños "sin cuidado por el día", iban de lugar en lugar cantando su gozo, llamándose trovadores del Señor. Su claustro era el ancho mundo; dormían en pajares, grutas, pórticos de iglesias, y trabajaban al lado de los operarios de los campos. Cuando no les daban trabajo, mendigaban. En poco tiempo Francisco y sus compañeros llegaron a tener una influencia enorme, de modo que varones de toda clase social y forma de pensar pedían ser admitidos a la orden. Entre los nuevos reclutas de esa época estaban los famosos Tres Compañeros, quienes posteriormente escribieron su vida, a saber: Angelus Tancredi, un caballero noble, León, el secretario y confesor del santo, y Rufino, primo de Santa Clara. Además, Junípero, el afamado "juglar del Señor".

En la cuaresma de 1212 tuvo Francisco un nuevo gozo, tan grande como inesperado. Clara, una joven rica de Asís, movida por la predicación del santo en la iglesia de San Jorge, lo buscó y le solicitó que le permitiera abrazar la nueva forma de vida que él había fundado. Por consejo suyo, Clara, que a la sazón tenía apenas dieciocho años, dejó en secreto la casa de su padre la noche siguiente al Domingo de Ramos, y acompañada de dos amigas se dirigió a la Porciúncula, donde los frailes le salieron al encuentro en procesión, con antorchas. Enseguida, habiéndole cortado el cabello, Francisco le puso el hábito de los menores y de ese modo la recibió en la vida de pobreza, penitencia y retiro. Clara permaneció provisionalmente con unas monjas benedictinas cerca de Asís hasta que Francisco logró encontrar un lugar adecuado para ella y para Santa Inés, su hermana, y las demás vírgenes piadosas que se habían unido a ella. Finalmente las estableció en San Damián, en una habitación adjunta a la capilla que él había reconstruido con sus propias manos y que había sido donada al santo por los Benedictinos como morada para sus hijas espirituales. Esa casa se convirtió así en el primer monasterio de la Segunda Orden Franciscana de las Damas Pobres, conocidas hoy día como Clarisas Pobres.
En el otoño del mismo año (1212) el ardiente deseo de Francisco de convertir a los sarracenos lo llevó a embarcarse hacia Siria, pero habiendo encallado en la costa de Eslavonia hubo de volver a Ancona. La primavera siguiente se dedicó a evangelizar la Italia central. Por ese entonces (1213) Francisco recibió del Conde Orlando de Chiusi la montaña de La Verna, un aislado picacho en medio de los Apeninos toscanos que se levanta unos 1000 metros sobre el Valle de Casentino, para que sirviera de retiro, "especialmente favorable para la contemplación". Ahí se podía retirar de tiempo en tiempo a orar y descansar. Francisco nunca separó la vida contemplativa de la activa, de lo que dan testimonio los varios eremitorios asociados con su recuerdo y las prístinas reglas que él escribió para quienes los habitaban. Por lo menos en una ocasión parece haber dominado al santo el deseo de dedicarse totalmente a la vida contemplativa. En algún momento del año siguiente (1214) Francisco se dirigió a Marruecos, en otro intento más de llegar a los infieles y de, si fuera necesario, derramar su sangre por el Evangelio, pero estando en España fue atacado por una enfermedad tan severa que se vio obligado a tornar de nuevo a Italia.

Desafortunadamente nos faltan detalles auténticos del viaje de Francisco a España y de su estancia en ella. Probablemente tuvo lugar en el invierno del 1214-1215. Luego de su regreso a Umbría recibió en la orden a varios hombres nobles y letrados, incluso a quien iba a ser posteriormente su biógrafo, Tomás de Celano. Los siguientes dieciocho meses abarcan lo que se puede considerar el período más oscuro de la vida del santo. No se sabe a ciencia cierta si participó en el Concilio de Letrán, en 1215; pudo haber sido. Sabemos por Eccleston, sin embargo, que Francisco sí estuvo presente a la muerte de Inocencio II, acaecida en la Perusa, en julio de 1216. Breve tiempo después, o sea, en los inicios del pontificado de Honorio III, se concedió la famosa indulgencia de la Porciúncula. Se cuenta que, una vez, mientras Francisco oraba en la Porciúncula, Cristo se le apareció y le ofreció cumplirle cualquier favor que le pidiera. La salvación de las almas era la procuración constante de la oración de Francisco y, deseando hacer de su amada Porciúncula un santuario donde muchas de ellas encontraran la salvación, solicitó una indulgencia plenaria para aquellos que, habiendo confesado sus pecados, visitaran la pequeña capilla. Nuestro Señor concedió su deseo con la condición que el Papa ratificara la indulgencia. De modo que Francisco salió hacia Perusa con el Hermano Maseo, a entrevistarse con Honorio III. Este último, a pesar de cierta oposición de la Curia ante favor tan poco común, concedió la indulgencia. Pero la restringió, sin embargo, a un día al año. Posteriormente fijó el 2 de agosto, a perpetuidad, como el día en que debía ganarse la Indulgencia Porciúncula, comúnmente conocida en Italia como il perdono d'Assisi. Eso es lo que dice la tradición. Pero el hecho de que no exista mención de esa indulgencia ni en los archivos papales ni en los diocesanos, ni tampoco la menor alusión a ella en las primeras biografías de Francisco o en documentos contemporáneos, ha llevado a algunos escritores a rechazarla. Tal argumentum ex silentio fue rebatido, sin embargo, por M. Paul Sabatier, quien en su edición crítica del "Tractatus de Indulgentia" de Fray Bartholi (vea BARTHOLI, FRANCESCO DELLA ROSSA) ha aportado todo lo que puede ser considerado como evidencia realmente confiable en su favor. Pero aún aquellos que consideran la concesión de la indulgencia como un dato histórico sustentable en el que se creía tradicionalmente admiten la falta de certeza de la primera narración. (Vea PORCIUNCULA)


   
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